Rudolfo Anaya describió el Oeste como nadie más

El escritor nos mostró misterio y magia, donde la doctrina del Destino Manifiesto falló

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Segundo año de la preparatoria, escuela Anaheim, otoño de 1994. Los administrativos de la escuela me expulsaron de la clase honorífica de inglés por ser demasiado insolente con la Srta. Patsel y me aventaron al salón de la Srta. Lafler. Mis compañeros de clase pasaron de ser cerebritos destacados a pachecos, cholos y otros inadaptados.

La Srta. Lafler era la mujer blanca, chaparrita y con anteojos a cargo de salvarnos. No debió tener la menor oportunidad. A menudo éramos respondones, no hacíamos las tareas y prácticamente cabíamos dentro de todos los estereotipos hacia los estudiantes Latinos preparatorianos de bajo rendimiento.

Fue entonces cuando nos dejó leer Bendíceme, Última de Rudolfo Anaya.

Esta clásica novela adolescente, sobre un joven Hispano en el Nuevo México de los 1940s, resonó inmediatamente en nosotros — y no sólo porque tuviera la misma cantidad de groserías en inglés como en español. La Srta. Lafler nos contó la historia de ese libro; sobre cómo docenas de juntas escolares lo censuraron por décadas desde su publicación en 1971, según ella por atreverse a retratar a los mexicanos como humanos.

Literatura rebelde para jóvenes desechados como rebeldes por los administrativos.

El protagonista principal, Antonio "Tony" Juan Marez y Luna, vivía y se escuchaba como nosotros: un chamaco que se metía en problemas, cuyos padres temían por su futuro y que vivía en un pequeño pueblo con conflictos generacionales tan arraigados que carecían de sentido, excepto cuando inevitablemente terminaban en una tragedia.

Sin embargo, lo más importante, era que existía un orgullo en las palabras de Anaya que nunca antes habíamos escuchado; cabe decir que fue el primer autor mexicoamericano que cualquier profesor se haya preocupado por darnos a leer.

No puedo recordar ninguno de los trabajos finales o proyectos que hicimos para Bendíceme, Última, pero creo recordar que la clase respetó a la Srta. Lafler después de ello. Este libro se quedó conmigo en formas que otras lecturas de la prepa rara vez lograron. (Lo siento, Wuthering Heights).

Admito que parte de ello fue sentirme representado, pero Anaya y su trabajo, el resto del cual terminé devorando años después de graduarme de la universidad (mis profesores de universidad nunca lo usaron en sus clases), también toca aspectos de lo que siento que es la vida en sí; bella, aunque siempre en conflicto y nunca asegurada. La vida como algo donde la felicidad siempre termina bailando con la melancolía, entonces al menos habría que tener una fiesta por ello.

Sólo hasta su muerte, este mes, me di cuenta de que esto era el Oeste.

Anaya murió el 28 de junio a sus 82 años. Nunca volvió a alcanzar la enorme popularidad que logró con Bendíceme, Última, que ahora es la norma dentro del plan de estudios de prepa y se volvió película en el 2013. Es una lástima. Era el Faulkner Chicano, con excepción de que Anaya nunca tuvo que crear un condado Yoknapatawpha

porque su Nuevo México nativo, y el suroeste que lo rodean, probaron ser lo suficientemente mágicos y misteriosos como para ofrecer un lienzo en el cual documentó y definió la región como nadie más.

Sus personajes, ya sea Tony de Bendíceme, Última; el boxeador fuera de edad, Abrán González, en el épico Albuquerque de 1992; o el endurecido detective Sonny Baca (estelar en cuatro de los libros de Anaya) eran gente orgullosa con una conexión a su tierra que iba muchas generaciones atrás y de la cual sacaban su fuerza de vida. Era un reflejo de la propia concepción de mundo de Anaya.

"Cuando la gente me pregunta dónde están mis raíces", dijo alguna vez en una entrevista en 1979, "miro hacia mis pies y veo las raíces de mi alma agarrándose a la tierra".

La doctrina del Destino Manifiesto intentó destruir a la gente Chicana e Indígena y sus tradiciones — y falló. El Oeste de Anaya fue Tierra Prometida. La gente de color tenía un lugar central en sus libros en lugar de cumplir estereotipos. Los personajes blancos eran intrusos problemáticos, una partícula de polvo en la gran narrativa del Oeste.

Anaya se reusó a que el peso de las expectativas étnicas lo detuvieran de experimentar. Siempre fue un Chicano orgulloso, uno que además ponía énfasis en que el movimiento no tenía que vivir y respirar revolución a cada minuto.

"Este es un peligro si es que hemos de desarrollarnos como artistas", dijo Anaya al mismo entrevistador de 1979. "Habrá trabajos políticos y habrá algunos que se preocupen por los más pequeños y prácticos detalles del vivir cotidiano, que se preocupen por el amor, el gozo y la tragedia. Esa es la clase de libertad que debemos tener".

Esta filosofía se expresó en una bibliografía prodigiosa que incluye obras de teatro, guiones, cuentos cortos, libros para niños, crónicas de viaje (Un Chicano en China sigue siendo una de las pocas obras escritas por un Latino dentro de un género predominantemente gringo) novelas detectivescas, ensayos e incluso ingeniosas críticas de vino en una publicación alternativa de Albuquerque.

Aun así, Anaya sabía cuál era su trabajo de vida: solucionar la herida del Oeste. Alguna vez escribió en un ensayo que "el reto de nuestra propia generación es crear una consciencia que favorezca el florecimiento del espíritu humano, no su explotación. Necesitamos sanación en nuestra comunidad mundial; puede empezar aquí".

Para aquellos que han intentado caminar detrás de sus pasos, es un recordatorio de que nuestro trabajo nunca estará terminado — y que eso es incluso una razón más para seguir haciéndolo. Porque eso es lo que hizo Rudy.

Gustavo Arellano es escritor para Los Angeles Times y autor de Taco USA: How Mexican Food Conquered America.

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Este artículo fue traducido por Clara Migoya, una reportera bilingüe y científica ambiental. Estudia una maestría doble en Periodismo y Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Arizona. Follow @claramigoya.

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